AMEN FABIAN, AMEN!!!
Salí a dar una vuelta
Debo reconocer que yo no soy un motero al uso. No soy de esas personas que podrían estar hablando sin parar de sus burras, no busco carreteras llenas de curvas inverosímiles para tumbar la jaca, no asisto a concentraciones, no vivo pendiente de revistas de motos, no sé nada de mecánica.
Caí en el mundo de las dos ruedas por pura casualidad. Un buen día, Gallardón decidió soterrar la M-30. Para aquellos que no son de Madrid, es difícil entender qué supuso eso en la capital. La carretera más transitada de España, que servía de cinturón de comunicaciones a todos los barrios de la ciudad, de repente se vio reducida a un inaudito sendero de cabras rebosante de escombros, basura, baches, excavadoras, desniveles y polvo. Los atascos kilométricos habrían hecho perder la paciencia a un capuchino de madera. Por aquella época yo era el propietario de un bonito descapotable rojo, al que empecé a coger una manía increíble. Recuerdo que en aquel momento, Gallardón empezó a implantar los parkímetros y decidió además acabar con mi parking favorito, en la Plaza de Santo Domingo. Era aquel un parking descomunal, vetusto, cavernoso, ruidoso, maloliente, trufado de humedades y desconchados… pero adorable. En definitiva, el coche, de la noche a la mañana, se convirtió en Madrid en una solución lenta, pesada y económicamente inviable. Aquel bonito descapotable rojo, que hacía que las mujeres me dieran su teléfono en los semáforos y que los hombres me llamaran marica, aquel descapotable que servía de improvisada diana a huevos y cigarrilos arrojados desde las ventanas de las casas, empezó a generar en mi antipatía primero, y un abierto odio después. Olvidé pasar la ITV, omití pagar los impuestos, y al poco tiempo, por pura desidia, me convertí en el infeliz e irritado propietario de 1000 kilos de chatarra sumamente inútil y decorativa que criaba moho en un garaje alquilado.
En ese momento se me ocurrió comprar una motito pequeña. Siempre he observado con irritación no exenta de envidia a los muchachos que salían los primeros en los semáforos, los que culebreaban en los atascos, los que dejaban la vespino tirada en cualquier esquina, y se bajaban de ella como si tal cosa, entrando en el portal más cercano mientras yo daba vueltas y más vueltas estériles para encontrar un hueco libre donde depositar mi gran lata. No sabía absolutamente nada de motos, así que un buen día entré en un taller y le dije al tipo que quería la moto más fea y pequeña que tuviera. El hombre me señaló lacónicamente una pequeña scooter naranja fosforito que languidecía en una esquina. Nos miramos brevemente, y supimos que habíamos nacido el uno para el otro. Aquella moto fue robada, vandalizada y desmontada unas seis veces durante los seis meses que fue mia. Me provocó mis primeras emociones, mis primeros sustos, mis primeros golpes. Me ayudó a vivir brevemente, como un pequeño destello, la auténtica felicidad espontánea, cotidiana e inesperada que puede aportar una moto. La ciudad renació ante mi. Los tiempos cambiaron, ya no tenía que planificar mis desplazamientos como una campaña militar. Aparcaba en cualquier parte. Salía el primero en los semáforos, petardeando enloquecido como una llamarada y dejando atrás a los Ferraris. Derrapaba en los pasos de cebra, deambulaba por la ciudad con el corazón en un puño, pendiente siempre de los autobuses traicioneros y los taxis furibundos, sonriendo sin parar como un verdadero gilipollas. Recuerdo con afecto mi primera hostia, en una callejuela tras el Banco de España, causada simplemente por mi tendencia a precipitarme. Recuerdo también un día, viviendo en Príncipe Pío, en que dejé la moto durmiendo en plena Glorieta de San Vicente (para los que no sóis de aquí, es un punto neurálgico donde confluyen decenas de líneas de autobús y metro y por donde entran todos los coches que vienen de las provincias del oeste) y amaneció absolutamente irreconocible, cubierta de polvo sahariano y desmontada de arriba a abajo por los ladrones.
A pesar de todo, aquella motito naranja me anunciaba tímidamente lo que vendría a continuación. Empecé a necesitar más. Enviadiaba a aquellos que salían al campo a pasear con sus inmensas motos ronroneantes y volvían cubiertos de barro y mirada vidriosa, ebrios de adrenalina, de brisa, de sudor y de alquitrán. Y decidí dar el salto a las marchas, así que me compré una Suzuki Marauder de 125. Por aquel entonces tenía un amigo, Juanma, que me acompañó al concesionario y me enseñó a usar el pie: primera, neutra, segunda… Con aquella moto fui a Toledo -se calentó tanto que tuve que dejarla descansar a medio camino- y definitivamente descubrí lo que era tener un motor fiel protestando entre las piernas. Sus movimientos eran ampulosos, algo torpes, pero muy nobles. Con esa Marauder me ocurrió algo por primera vez que me sorprendió grandemente, pero que luego supe que es algo frecuente entre los propietarios de motos. Un buen día me bajé de ella y al alejarme, me di la vuelta, y le sonreí.
Y entonces, cometí un error.
Mis vacaciones de verano solían ser relámpagos fugaces de felicidad en algún lugar insólito y exótico. Dado que sólo disponía de una macilenta decena de días cada año, los aprovechaba para viajar al otro lado del mundo y vivir al límite, extrayendo todo el jugo a la vida, dilatando los dias al inflarlos de experiencias, bombardeando mis sentidos con olores, colores, sabores y rostros completamente diferentes. Hace dos veranos, se me metió en la cabeza conocer Japón. No sé cómo fui a parar a una web en la que ofrecían motos con GPS, con su ruta diseñada y los hoteles reservados. Tú sólo tenías que subirte a la moto y seguir instrucciones. La idea me volvió loco, y decidí sacarme el carnet de conducir de cilindradas altas sólo para hacer ese viaje. Recuerdo que estuve a punto de tener que cancelarlo porque me tocó en el primer examen la Marquesa de Móstoles (una vieja polvorienta de voz fatigada cuya labor en esta vida consiste en repetir “prueba terminada” a todo pobre infeliz que se presenta a examen en su turno, y que por este motivo es bastante conocida en la scene motera madrileña). Para aquellos que sientan curiosidad, el examen en aquel momento consistía en subirse a una moto trucada imposible de calar (ya las preparan así en las autoescuelas), y hacer una serie de círculos y eses evitando conos a unos cinco kilómetros por hora. Luego, pasar entre unos palos, recorrer cual precario funambulista un bordillo de seis metros, y terminar tocando un palito. El cómo demuestra eso que puedes conducir una moto de gran cilindrada es algo que se escapa completamente a mi comprensión. El caso es que a la segunda, a escasos días de partir para Japón, aprobé el examen (era el día libre de La Marquesa). En Japón me esperaba una Yamaha diminuta con aspecto de avispa peligrosa y enfadada. Me subí a ella, y el casco me susurró los primeros kilómetros. Salí de Tokio con facilidad, sorteando un tráfico endiablado, oliendo a mi paso los restaurantes de carretera, los árboles, las gasolineras, los escapes de los coches, sintiendo bajo mis nalgas los pistones furiosos de la pequeña Yamaha. Me maravilló el sol ametrallando la carrocería de plástico de la moto, la nitidez con la que percibía cada infinitesimal detalle del asfalto, los colores de las copas de los árboles, la grava gris de la cuneta, los rastrojos resecos del arcén. Descubrí el viento y el sonido de las cigarras. Vi a la gente viviendo sus vidas lánguidamente entre los arrozales y escuché sus diálogos en lengua cantarina. Sentí que el mundo entero me pertenecía a mi y sólo a mi. Que la carretera y yo éramos uno solo, y que todo estaba bien. Subí los alpes japoneses, los volví a bajar, y en cada curva, la inefable sensación de libertad hundía en mi espina dorsal más y mas su aguijón de escorpión rezumando veneno y me espoleaba para seguir adelante, apurar, surcar la brisa y el calor del verano. Sentí el aroma de la ruta. Me llovió sin parar, una lluvia cálida y densa que empapó hasta el último resquicio de mi alma. Atravesé la niebla espesa y los atardeceres infinitos. El sol resecó mis labios y me quemó los brazos. El zumbido del aire aturdió mis sentidos. Cada vuelta de rueda me sentía más completo, mis problemas y mis preocupaciones caracoleaban a mis espaldas y se perdían en las curvas de la carretera como papelitos empujados por el viento. Sonreí días enteros sin motivo alguno más que estar vivo. Y en ese momento, me convertí en un motero.
Cuando tuve por vez primera la idea de huir de mi vida, de resetearme, de convertirme en alguien mejor de lo que soy, cuando soñé y decidí hacer realidad mis sueños, tuve claro que sería así, como lo estoy haciendo. En moto. No puedes explicar qué sientes a lomos de una de estas bestias ronroneantes y caprichosas. Pero desde luego, la sensación no es de este mundo. Con una moto entre las piernas no te queda más remedio que enamorarte de este miserable mundo que nos ha tocado vivir.
Fabián
http://www.saliadarunavuelta.com
Salí a dar una vuelta
Debo reconocer que yo no soy un motero al uso. No soy de esas personas que podrían estar hablando sin parar de sus burras, no busco carreteras llenas de curvas inverosímiles para tumbar la jaca, no asisto a concentraciones, no vivo pendiente de revistas de motos, no sé nada de mecánica.
Caí en el mundo de las dos ruedas por pura casualidad. Un buen día, Gallardón decidió soterrar la M-30. Para aquellos que no son de Madrid, es difícil entender qué supuso eso en la capital. La carretera más transitada de España, que servía de cinturón de comunicaciones a todos los barrios de la ciudad, de repente se vio reducida a un inaudito sendero de cabras rebosante de escombros, basura, baches, excavadoras, desniveles y polvo. Los atascos kilométricos habrían hecho perder la paciencia a un capuchino de madera. Por aquella época yo era el propietario de un bonito descapotable rojo, al que empecé a coger una manía increíble. Recuerdo que en aquel momento, Gallardón empezó a implantar los parkímetros y decidió además acabar con mi parking favorito, en la Plaza de Santo Domingo. Era aquel un parking descomunal, vetusto, cavernoso, ruidoso, maloliente, trufado de humedades y desconchados… pero adorable. En definitiva, el coche, de la noche a la mañana, se convirtió en Madrid en una solución lenta, pesada y económicamente inviable. Aquel bonito descapotable rojo, que hacía que las mujeres me dieran su teléfono en los semáforos y que los hombres me llamaran marica, aquel descapotable que servía de improvisada diana a huevos y cigarrilos arrojados desde las ventanas de las casas, empezó a generar en mi antipatía primero, y un abierto odio después. Olvidé pasar la ITV, omití pagar los impuestos, y al poco tiempo, por pura desidia, me convertí en el infeliz e irritado propietario de 1000 kilos de chatarra sumamente inútil y decorativa que criaba moho en un garaje alquilado.
En ese momento se me ocurrió comprar una motito pequeña. Siempre he observado con irritación no exenta de envidia a los muchachos que salían los primeros en los semáforos, los que culebreaban en los atascos, los que dejaban la vespino tirada en cualquier esquina, y se bajaban de ella como si tal cosa, entrando en el portal más cercano mientras yo daba vueltas y más vueltas estériles para encontrar un hueco libre donde depositar mi gran lata. No sabía absolutamente nada de motos, así que un buen día entré en un taller y le dije al tipo que quería la moto más fea y pequeña que tuviera. El hombre me señaló lacónicamente una pequeña scooter naranja fosforito que languidecía en una esquina. Nos miramos brevemente, y supimos que habíamos nacido el uno para el otro. Aquella moto fue robada, vandalizada y desmontada unas seis veces durante los seis meses que fue mia. Me provocó mis primeras emociones, mis primeros sustos, mis primeros golpes. Me ayudó a vivir brevemente, como un pequeño destello, la auténtica felicidad espontánea, cotidiana e inesperada que puede aportar una moto. La ciudad renació ante mi. Los tiempos cambiaron, ya no tenía que planificar mis desplazamientos como una campaña militar. Aparcaba en cualquier parte. Salía el primero en los semáforos, petardeando enloquecido como una llamarada y dejando atrás a los Ferraris. Derrapaba en los pasos de cebra, deambulaba por la ciudad con el corazón en un puño, pendiente siempre de los autobuses traicioneros y los taxis furibundos, sonriendo sin parar como un verdadero gilipollas. Recuerdo con afecto mi primera hostia, en una callejuela tras el Banco de España, causada simplemente por mi tendencia a precipitarme. Recuerdo también un día, viviendo en Príncipe Pío, en que dejé la moto durmiendo en plena Glorieta de San Vicente (para los que no sóis de aquí, es un punto neurálgico donde confluyen decenas de líneas de autobús y metro y por donde entran todos los coches que vienen de las provincias del oeste) y amaneció absolutamente irreconocible, cubierta de polvo sahariano y desmontada de arriba a abajo por los ladrones.
A pesar de todo, aquella motito naranja me anunciaba tímidamente lo que vendría a continuación. Empecé a necesitar más. Enviadiaba a aquellos que salían al campo a pasear con sus inmensas motos ronroneantes y volvían cubiertos de barro y mirada vidriosa, ebrios de adrenalina, de brisa, de sudor y de alquitrán. Y decidí dar el salto a las marchas, así que me compré una Suzuki Marauder de 125. Por aquel entonces tenía un amigo, Juanma, que me acompañó al concesionario y me enseñó a usar el pie: primera, neutra, segunda… Con aquella moto fui a Toledo -se calentó tanto que tuve que dejarla descansar a medio camino- y definitivamente descubrí lo que era tener un motor fiel protestando entre las piernas. Sus movimientos eran ampulosos, algo torpes, pero muy nobles. Con esa Marauder me ocurrió algo por primera vez que me sorprendió grandemente, pero que luego supe que es algo frecuente entre los propietarios de motos. Un buen día me bajé de ella y al alejarme, me di la vuelta, y le sonreí.
Y entonces, cometí un error.
Mis vacaciones de verano solían ser relámpagos fugaces de felicidad en algún lugar insólito y exótico. Dado que sólo disponía de una macilenta decena de días cada año, los aprovechaba para viajar al otro lado del mundo y vivir al límite, extrayendo todo el jugo a la vida, dilatando los dias al inflarlos de experiencias, bombardeando mis sentidos con olores, colores, sabores y rostros completamente diferentes. Hace dos veranos, se me metió en la cabeza conocer Japón. No sé cómo fui a parar a una web en la que ofrecían motos con GPS, con su ruta diseñada y los hoteles reservados. Tú sólo tenías que subirte a la moto y seguir instrucciones. La idea me volvió loco, y decidí sacarme el carnet de conducir de cilindradas altas sólo para hacer ese viaje. Recuerdo que estuve a punto de tener que cancelarlo porque me tocó en el primer examen la Marquesa de Móstoles (una vieja polvorienta de voz fatigada cuya labor en esta vida consiste en repetir “prueba terminada” a todo pobre infeliz que se presenta a examen en su turno, y que por este motivo es bastante conocida en la scene motera madrileña). Para aquellos que sientan curiosidad, el examen en aquel momento consistía en subirse a una moto trucada imposible de calar (ya las preparan así en las autoescuelas), y hacer una serie de círculos y eses evitando conos a unos cinco kilómetros por hora. Luego, pasar entre unos palos, recorrer cual precario funambulista un bordillo de seis metros, y terminar tocando un palito. El cómo demuestra eso que puedes conducir una moto de gran cilindrada es algo que se escapa completamente a mi comprensión. El caso es que a la segunda, a escasos días de partir para Japón, aprobé el examen (era el día libre de La Marquesa). En Japón me esperaba una Yamaha diminuta con aspecto de avispa peligrosa y enfadada. Me subí a ella, y el casco me susurró los primeros kilómetros. Salí de Tokio con facilidad, sorteando un tráfico endiablado, oliendo a mi paso los restaurantes de carretera, los árboles, las gasolineras, los escapes de los coches, sintiendo bajo mis nalgas los pistones furiosos de la pequeña Yamaha. Me maravilló el sol ametrallando la carrocería de plástico de la moto, la nitidez con la que percibía cada infinitesimal detalle del asfalto, los colores de las copas de los árboles, la grava gris de la cuneta, los rastrojos resecos del arcén. Descubrí el viento y el sonido de las cigarras. Vi a la gente viviendo sus vidas lánguidamente entre los arrozales y escuché sus diálogos en lengua cantarina. Sentí que el mundo entero me pertenecía a mi y sólo a mi. Que la carretera y yo éramos uno solo, y que todo estaba bien. Subí los alpes japoneses, los volví a bajar, y en cada curva, la inefable sensación de libertad hundía en mi espina dorsal más y mas su aguijón de escorpión rezumando veneno y me espoleaba para seguir adelante, apurar, surcar la brisa y el calor del verano. Sentí el aroma de la ruta. Me llovió sin parar, una lluvia cálida y densa que empapó hasta el último resquicio de mi alma. Atravesé la niebla espesa y los atardeceres infinitos. El sol resecó mis labios y me quemó los brazos. El zumbido del aire aturdió mis sentidos. Cada vuelta de rueda me sentía más completo, mis problemas y mis preocupaciones caracoleaban a mis espaldas y se perdían en las curvas de la carretera como papelitos empujados por el viento. Sonreí días enteros sin motivo alguno más que estar vivo. Y en ese momento, me convertí en un motero.
Cuando tuve por vez primera la idea de huir de mi vida, de resetearme, de convertirme en alguien mejor de lo que soy, cuando soñé y decidí hacer realidad mis sueños, tuve claro que sería así, como lo estoy haciendo. En moto. No puedes explicar qué sientes a lomos de una de estas bestias ronroneantes y caprichosas. Pero desde luego, la sensación no es de este mundo. Con una moto entre las piernas no te queda más remedio que enamorarte de este miserable mundo que nos ha tocado vivir.
Fabián
http://www.saliadarunavuelta.com